domingo, 31 de mayo de 2009

Octavio Paz (II)

Copio fragmento del libro El laberinto de la soledad, apasionante viaje al interior de la conciencia de México (extraido del blog de José Andrés Rojo, El rincón del distraído):

“Le pedimos al amor –que siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y morir tanto como de renacer– que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera. No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un instante, de vida plena, en la que se fundan los contrarios y vida y muerte, tiempo y eternidad, pacten. Oscuramente sabemos que vida y muerte no son sino dos movimientos, antagónicos, pero complementarios, de una misma realidad. Creación y destrucción se funden en el acto amoroso; y durante una fracción de segundo el hombre entrevé un estado más perfecto”.

Eppur si muove

Hoy he visitado con mi familia el MUVIM (Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad).

Desde aquí quiero rendir este minúsculo homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que se llamaron así mismos Ilustrados y que hicieron del siglo XVIII el Siglo de las Luces.

Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Johannes Kepler, Giordano Bruno, Descartes, Bacon, Newton, Volter, Hume, Kant, Rousseau, Meslier, Bayle, Mandeville, Defoe,... y tantos y tantos librepensadores y científicos que nos sacaron del oscurantismo y dieron lugar a los derechos del hombre y a la ciencia moderna.

Leyendo Werther

Se sentó en un banco del parque para continuar leyendo “los sufrimientos del joven Werther”. No llevaba puesto ni el chaleco amarillo, ni la casaca azul, pero le gustaba imaginarse a sí mismo con tan románticas prendas. Se encontraba sumido en su concentrada lectura, justo en el pasaje del regreso del baile, cuando notó que algo del árbol le cayó sobre la cabeza. Instintivamente se llevó la mano al cabello, a la vez que giraba mínimamente la cabeza, lo justo para percibir que ella estaba allí. Se giró, esta vez a conciencia y comprobó que unos metros más allá, tras él, se encontraba sentada en otro banco, la chica con la que todos los días coincidía en el autobús desde hacía tres años. También leía.
Nuestro protagonista, sin ademán alguno, volvió a su posición y trató de continuar su lectura. A duras penas podía concentrarse pensando en el casual encuentro y en la semejanza que ella tenía con Carlota, no solamente en su físico, sino en toda la cristalización de cualidades a cual mejores que su mente había precipitado sobre ella. No habían llegado a intercambiar una palabra, pero él ya sabía que ella era dulce, comprensiva, inteligente, prudente, valiente, entregada, noble,…En definitiva estaba muriendo de amor por ella, igual que el protagonista de su lectura por Carlota.
Así estaba, debatiéndose entre tanto desasosiego, cuando de repente, notó que se acercaba, poco a poco, con suaves pasos, con su vestido azul cuya sombra ya adivinaba. Ahora, aceleradamente, igual que el ritmo de su corazón, trataba de encontrarlas palabras para iniciar su primera conversación, a la vez que comenzaba a levantar la cabeza del libro. Entonces su mirada se encontró con un mendigo, alto y mal trazado, que se había parado delante de él observándolo con atención.
Él se volvió a girar y comprobó que ella ya no estaba. Siguió entonces la mirada del mendigo y se sorprendió al ver que sobre el banco, le habían caído del bolsillo del pantalón unas monedas procedentes del cobro de una porra.
El mendigo entonces caminó un poco hasta sentarse en el banco de al lado. Pero seguía sin quitarle la vista ni a él ni a sus monedas.
Incómodo por ser observado y desilusionado por la desaparición de ella, se levantó recogiendo todas las monedas menos una. Caminó varios pasos y al volver la mirada al banco, observó al mendigo cogiendo la moneda y tumbándose un rato.
Miró el libro y se dijo a sí mismo que el próximo que leería sería Factotum. De repente vio que le seguía un gato.

Escrito por Murray Doherty para Contando que es gerundio.
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